A veces, llega alguien a consulta con esa mirada inconfundible. La mirada de quien no quiere estar ahí. Normalmente son adolescentes, traídos casi a rastras por unos padres que ya no saben qué más intentar. Se sientan frente a mí con los brazos cruzados, mirando de reojo el reloj o clavando la vista en el suelo. No hace falta que digan nada; su lenguaje corporal lo grita: “Pasaré el rato, pero no voy a soltar una palabra”.

Es un momento peculiar. Porque, aunque no lo digan, hay algo más detrás de esa resistencia: una desconfianza hacia los adultos, hacia las promesas que no se cumplieron, las normas que no comprendieron o, simplemente, hacia un mundo que sienten que no los entiende. Es una barrera que se ha construido con el tiempo, ladrillo a ladrillo. Y ahí estoy yo, frente a ellos, consciente de que no se trata de tirar la puerta abajo, sino de encontrar la llave adecuada. Con gratitud, incluso, de que su resistencia sea, con todo, simplemente pasiva, casi educada, y consciente de que, gracias a esa resistencia no frontal, tengo una oportunidad. Sé que un paso en falso podría arruinar mi oportunidad, y siento que también la suya. Fallarles yo supone que se cierre una puerta para ellos —una más— y también para mis colegas: “los psicólogos son una…”. Así que mis movimientos son sutiles, pero todos en la misma dirección: “estoy en tu equipo, no te juzgaré, no te dañaré”. Eso es todo lo que necesito que sientan.